Moira Brncic Isaza
2006
III
Que no se me escape nada
Nunca supe cómo nos fuimos encontrando a pesar de los nueve años que nos separaban. Con qué calidad humana nos cuidaste, nos vestiste, nos ayudaste a comer, jugaste con nosotras para ayudar a mamá. Y me sugeriste lecturas, me regalaste preguntas. Adoptamos el nombre de “hermanishimos” entre nosotros: un pacto, un modo de ser, una hermandad solidaria, respetuosa. Hasta el día de hoy, increíble, sin mácula.
Recuerdo que mi abuela “Glika” nos visitaba siempre en sábado. Muchas tardes, casi anocheciendo, la íbamos a dejar al paradero de buses saliendo por la calle de nuestra casa, limitada por los muros de un palacio consistorial, la casa de la familia García, y al otro lado, los vetustos murallones de las monjas de claustro. Los árboles se perfilaban con las tenues luces de los faroles, sombreando la calzada, obscureciendo nuestros pasos y agitándose tenuemente. Yo imaginaba las novelas futuras mientras tú, amable y cariñoso tomabas del brazo a la abuela para que no fuese a tropezarse en alguna saliente de la acera. Luego doblábamos la esquina y nos encontrábamos con la Avenida Irarrázaval, obscura, pero más amplia, aún permanecía abierta la dulcería de la señora alemana, al frente. Era para mí un placer acompañarte a dejar a la abuela. Escuchaba el gorjeo de vuestras conversaciones, distante, y muy de tu mano, una suerte de sortilegio , ahora lo pienso, como atravesar un bosque celta, en medio de sus mejores leyendas.
Así fue que un día partimos, a pie, a visitar a nuestro abuelo Juan, quien tenía un taller de herramientas fabuloso. Yo quería un carrito que se deslizara, me imaginaba por una feroz pendiente sintiendo el viento en mis mejillas y la emoción del descenso, que el carrito tuviera ruedas de patines y donde pudiera transportar osos, gallinas, animales, objetos varios. La excursión fue larga, a pleno sol, -saco la cuenta- cuatro kilómetros, casi treinta y tantas cuadras, subir a la comuna de La Reina desde Ñuñoa, conversando, cantando, -Alma, nuestra hermana menor, tiene una voz preciosa y canta muy bien-, apresurándonos por llegar.
Fuiste un carpintero laborioso, entretenido, hábil, ambicioso hasta que el carro estuvo terminado y regresamos con él, felices, a pesar de ciertos reproches breves del abuelo que tenía temor que nosotras, las niñas, nos accidentáramos con las herramientas.
Ese olor del cuarto de herramientas aún lo respiro, la disposición de los metales, las virutas en el piso, las gomas, los cueros, la famosa caja de gubias que él utilizaba para tallar hermosas piezas, en sus ratos libres después de las contadurías que realizaba. Yo cazando gallinas con un arco y una flecha mientras tú, hermano mío, ‘maestrabas’ para terminar el carrito de los sueños.
Otra vez partimos “huyendo de la casa”. Mucha discusión de nuestro padres nos hizo alejarnos por las torres de alta tensión que antiguamente marcaban una ruta campestre, desde la “civilización” donde vivíamos -muy relativa por cierto- (teníamos a un costado de la casa una calle de tierra y al lado, una pobre mejora, en aquella época llamada “ callampa”) para dirigirnos a la montaña. Llegamos al anochecer a los faldeos cordilleranos, a una quebrada, contemplamos Santiago sus luces abajo, sentados en una piedra, reflexionando, no recuerdo cuántas preguntas te debo haber hecho, o quizás cuántos pensamientos expresé en relación a nuestros padres, dudas tal vez, desconcierto o certezas, a mi edad: diez años, lo que si estoy segura es que la noche nos pilló a la intemperie filosofando, tranquilizándonos, conscientes que al día siguiente igual tendríamos que ir al Liceo, a clases, y que por lo tanto, dormir a la vera de los Andes entre pastizales y rocas, no nos serviría de mucho. De pronto, te incorporaste, nos tomaste de la mano, y silenciosos comenzamos a bajar el cerro sin decirnos nada más, con líquenes pegados a la ropa conscientes y maduros, diría yo, de la situación familiar que vivíamos. No obstante, pienso cuánta responsabilidad desplegaste para alejarnos de un momento difícil, mantenernos emocionalmente bien, sin temor y superar aquellos instantes tan complejos de nuestros progenitores.
Hermano, cada carta que te escribo se me alarga, porque tu figura imperecedera se agiganta. Está tu inteligencia, tu seguridad, tu noble manera de preocuparte por los otros, ético hasta el fin, en cualquier empresa, desafío, trabajo, creación, convivencia; no creas en mí como apologista, nada de eso, tuviste también momentos duros, confusos, de alertas, tenebrosos, y yo te desconcerté, tal vez, explorando el mundo, sabiendo que era necesario, mi escritura lo predijo.
Un recuerdo desata los laboriosos vericuetos cerebrales, otra y otra imagen. Olores, colores, sonidos, encanto, descubrimiento sutil del gran hombre que eres…
Un día desapareciste a los dieciséis años. Mamá estaba profundamente preocupada. Me comentaba a cada hora, cuando la obscuridad invadió el jardín con esas rosas del muro que sembró nuestro padre, su angustia porque tú no habías llegado y la noche se le hizo larga mientras nos leía cuentos: “El rey del Río de Oro” y se quedaba dormida, menos mal que me sabía el cuento de memoria, hasta el amanecer, y tu cama vacía. Te habías ido en una goleta a la isla de Juan Fernández, varios días de navegación, imaginé. Cuando regresaste nos traías tus historias, casi te matas al escalar los acantilados, pero ahí estabas frente a nosotras, alegre, constante, sonriente, tostado por el sol y el trabajo de marinero, recorriendo Chile. No digo nada cuando te marchaste a trabajar a un fundo de capataz, en el sur, no sé si de trigales. El verano se me hizo molestoso, aburrido, sin tu música, exceptúo la de papá, sus conciertos, sinfonías y sonatas de Beethoven, Mozart y la ópera de Gluck “Orfeo”, pero tú no estabas.